Mil mesetas (escenas de la vida)





Alguien hace un asado en Ushuaia, alguien come solo en Buenos Aires; alguien es abandonado y alguien conoce al amor de su vida; la vida sorprende a alguien y desconcierta a otro; unos veneran el azar, otros el destino; alguien camina por una calle, otro toma un colectivo; uno se emborracha irremediablemente, otro llora en la oscuridad, que es, se dice alguien, el mejor lugar para llorar; uno lee
Los caminos de la libertad, otro escribe para ser libre, que es, se dice alguien, la única forma de ser libre; uno vive la unidad, otro las multiplicidades; alguien viaja, otro permanece en su sitio; hay que tratar de entender nuestra forma de viajar (¿?); alguien permanece en su quietud, alguien se reinventa.

soledad


La calle, como siempre, estaba desierta. La noche era iluminada por la luz pálida del bar. El empleado de delantal blanco murmuraba algo para no sentir el silencio; la pareja ya había dicho todo lo que tenía que decir. El hombre de espaldas era la representación de la soledad; no tenía rostro, pasaba desapercibido, pero habitaba todos los rincones de la ciudad.

La calle, como siempre, estaba desierta. Era un buen comienzo para un relato. Para contar la soledad, que siempre necesita de calles solitarias, de hombres tristes y de mujeres abandonadas.

El violento oficio de escribir


L.P. suele ser implacable. Es lo que llamo “mi lector crítico”; aquel que uno somete a la lectura de los textos que tienen alguna pretensión literaria.

Cortés pero impasible, marca, señala, resalta y dictamina. Pocas son las veces que opongo objeciones enérgicas, puesto que el lugar de “lector crítico” le da la legitimidad y, a no negarlo, cierta impunidad a la hora de dictar juicios literarios.

Pero también su función es la que salva al escritor de tropezones y caídas. La nocturnidad, por ejemplo, la juzga mala compañera para la literatura. Las ideas son exaltadas en la soledad de las sombras. El “lector crítico”, por fortuna, desmiente y convierte en ridículas las ideas que la noche anterior nos parecían geniales.

También nos recuerda que la escritura es un oficio dificultoso, siempre “contra natura” como diría León Rozichner; un edificio construido sobre arena, siempre a punto de derrumbarse.

El bandoneonista, la astróloga y L.P.


1 La noche en Buenos Aires era húmeda. Pasamos junto al Británico y luego ingresamos al Centro Cultural Torcuato Tasso, donde nos aguardaba la magia del músico Dino Saluzzi.

Nos ubicaron en una mesa del costado del pasillo, a mitad de camino entre el escenario y la barra del fondo, donde mozos y apurados comensales buscaban a tientas el baño. Antes que L.P. ordenara una botella de vino, fue hasta la mesa que estaba delante nuestro a saludar un conocido. El hombre tenía el pelo grisáceo y desordenado e iba acompañado de una mujer que estaba de espaldas a mí. Después de palabras de ocasión mi amigo volvió y pedimos de beber. El show estaba por empezar.

2 Bajaron las luces, se hizo un breve murmullo y Saluzzi entró en escena. Antes de comenzar a tocar, agradeció a los presentes, al sonidista y a Ludovica Squirru, que estaba con el hombre del pelo grisáceo en la mesa delante de nosotros.

3 El recital se desarrolló por los carriles a los que nos tiene acostumbrados el bandoneonista Dino Saluzzi. La fusión de tango, de folklore y de jazz se hizo sentir en el ambiente. Por tratarse del Tasso, predominó el tango entre las interpretaciones, pero no faltaron chacareras, pero tampoco relatos sobre el exilio, bromas y un pequeño homenaje a Gardel.

4 Un largo aplauso como despedida. Afuera, la noche seguía siendo húmeda. Quizás era el empedrado, los edificios viejos o la luz amarillenta del Parque Lezama, pero San Telmo tenía un aire melancólico de noche. Nos fuimos caminando despacio por Defensa, hablando de música, buscando la aventura de la vida.