flores nocturnas


Recostado en el jardín, mira las flores nocturnas, así, con el aire, con las nubes en lo alto, con la escritura invisible del viento, las mira crecer, recostado sobre sí, absorbe el lento aroma, escruta el orden secreto, de él, del jardín, mira rescotado, las flores, sobre sí, vuelven, palabras, imágenes, sobre sí, mira, ahí, en el jardín, la noche que lo envuelve, y lo aleja, de sí, de las flores, de las palabras, de las imágenes, mirando mirar, aquello, sobre sí, sobre todos todo.

sobre de madera rosa


Tengo un mandala
pintado en Jaipur
bajo un vaso con agua con dos gotas de gin
Una trampa cazadora de espíritus del Japón
y un espejo que atesora el origen del sueño
Una muñequita vudu
con los miembros zurcidos con pelo de cabra negra
Una pulsera con semillas sagradas
florecidas y perfumadas
Tengo un manuscrito
sin rótulos ni tapas
con grabados de una mujer partida en tres
Una mascara del Durbán
y una rueda mágica enlazada a un asno
Una falda turca de un ajuar
y un retrato grabado sobre madera rosa
Serenidad escrito en una lengua muerta
con sangre de niño y de casadera
Y sobre un formidable insecto embalsamado
con los ojos picados por querer aparearse
Con las alas cuarteadas y todavía con sangre
una imagen tuya conmigo fuera de plano.

de Gabo Ferro

caballo de cartón



de Joaquin Sabina

Cada mañana bostezas, amenazas al despertador y te levantas gruñendo cuando todavía duerme el sol, mínima tregua en el bar, café con dos de azúcar y croissant, el metro huele a podrido, carne de cañón y soledad. Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal, ¿Dónde queda tu oficina para irte a buscar? Cuando la ciudad pinte sus labios de neón subirás en mi caballo de cartón. Me podrán robar tus días… tus noches no. Que buena estás corazón, cuando pasas grita el albañil el obseso del vagón se toca mientras piensa en tí, la voz de tu jefe brama “estas no son horas de llegar” mientras tus manos archivan tu mente empieza a navegar. Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal, ¿Dónde queda tu oficina para irte a buscar? Cuando la ciudad pinte sus labios de neón subirás en mi caballo de cartón. Me podrán robar tus días… tus noches no. Ambiguas horas que mezclan al borracho y al madrugador, danza de trajes sin cuerpo al obsceno ritmo del vagón, hace siglos que pensaron: “las cosas mañana irán mejor” es pronto para el deseo y muy tarde para el amor. Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal, ¿Dónde queda tu oficina para irte a buscar? Cuando la ciudad pinte sus labios de neón subirás en mi caballo de cartón. Me podrán robar tus días… tus noches no.


hoy es siempre todavia

Recostarse en los jardines a contemplar las flores nocturnas, mirar las lunas enrojecidas en la madrugada sobre el mar, creer que uno ha terminado alguna tarea; ejercicios del instante, del ahora, del mientras tanto.
Qué paso,
el hoy nos acosa con sus vestimentas,
dónde esta la libertad,
si la fuimos a buscar.
Dónde estamos nosotros,
que nos fuimos caminando por las calles que nos inventamos.

espejos y sueños

Las tardecitas en el sol me tienen preso,

vamos arrinconando inviernos,

qué cosas has hecho,

todos los espejos devuelven ecos

y ahora a dónde vamos,

 

donde curan sueños  

otoño


te leo en la punta silenciosa de las gotas de rocío que descansan, efímeras, en las puntas de las últimas hojas verdes de otoño

musicas


el sonido que escuchas es la soledad que invade todo aquello que haces en las noches que vas a saborear el aroma de las flores nocturnas

viaje


Viajamos entre la tormenta,
después de la explosión de Dios.
Cada relámpago nos muestra
fantasmagóricos de amor.
A cada paso se hunde el lodo,
salta un reptil, acechan diez.
Cada segundo es como el cobro
de lo que resultamos ser.
de Expedicion, de Silvio Rodriguez

todos los cielos, el cielo

vi nacer las flores nocturnas, 
me vi fumar solo, 
el aroma insaciable de las calles humedas,
los transeuntes desconocidos, 
esperanzado en mis quimeras,
en los relatos imposibles,
en mis lunas recortandose sobre las nubes blancas de la noche,
en los cielos fugaces,
te vi a vos,
te vi,
y no supe ver mas nada. 

"breves países de felicidad"

Julio

"Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas..." (cap 73).

unidad de lugar


¿Cómo llegaste hasta acá? Andaba perdido. Hice varias cuadras, crucé la plaza, me entretuve un poco con las nubes y la chica de ojos claros que alisaba el césped. ¿Cómo llegaste hasta acá? 
Andaba encontrado. Me empujó un poco el viento. Sólo quería estar sola. ¿Cómo llegaste hasta acá? Por el camino aquel, por la equivocación de mirarte y ver más de lo que veo, por amarte, por soñarte a la orilla, entre la arena, por recordar la foto que saqué de la luna. 

Ahora si, los dibujo a todos, estamos en un bar: el perdido toma algo en la barra, tararea canciones que había olvidado; la chica fuma y lee apuntes; el otro, yo, sólo quiere verla y contarle todo y después recordarla a la hora sin sombra, el perfume y los gestos y las palabras y todo en este sitio, en todos los sitios, en todas mujeres, en los perfumes y en las músicas que de ella tengo. 

Vida y otras cuestiones

Existo en las palabras.

Me giro lingüístico de un tiempo a esta parte.

Encerrado entre las descripciones del mundo, en la conformación bucólica de imágenes bellas, en el contemplar de las flores nocturnas.

En una época, que es esta, nos arrinconamos contra las mesas de los bares del centro a fabular, a imaginar otras vidas, a ser los que tenemos la dicha, el grito, los que amábamos demasiado, los que creemos ser Erdosain y Astier, los que destrozamos muros, los que leemos los clásicos imperturbables, los, que, imitamos, a, Saer, hasta, el, descaro, los que nos juntamos en el patiecito aquel, con las baldosas a cuadros, a fumar y a hablar de política, de literatura, de los que se fueron, de los que se quedaron, los que nos quedamos solos, contra la pared, observando el cielo, los que salimos a la hora del rocío nocturno a caminar, los que vamos a comer recortes de pizza y tomar cerveza, los que hacemos de la vida y otras cuestiones cuentos, relatos, los que jugamos el juego de la literatura y la amistad en cada rincón.

Somos aquellos que se pierden por las calles.

Miranos, estamos en todos lados.  

Crónica Olfativa


cuento leído en el Rosa Molesta Club

La máquina expende el boleto y huelo a través de la ventanilla semi abierta el aroma gris del ricachuelo por última vez en el día; se me antoja una sensación brumosa y pesada, que se empasta sobre las paredes de mis fosas nasales. Ahora en el colectivo, el asiento que exhala plástico viejo, gastado de las posaderas ajenas. El viaje es tranquilo a pesar de los saltos del 29 contra los últimos adoquines. Acaso la mujer del asiento de adelante huele a jazmín; me acerco un poco, es inconfundible: son rosas y agua fresca y maquillaje; la mujer, me digo en mi silencio de pasajero, posee el aroma de la juventud marchita. Se asoma la Plaza de Mayo y el aire se vuelve un poco tóxico. Quizás sea la acumulación de colectivos que ha formado la nube negra que me hace toser. Es imposible capturar olores, los ojos arden y la nariz pica. Llegando al obelisco el viento limpia un poco mis sentidos, pero todavía no sé por qué la dejé. Hipotetizo: ése día que llegué antes del laburo el saquito rojo que siempre usa desprendía el hedor de esa colonia para hombres que suele usar el ex. Será el sol que me nubla la vista el que me hace respirar el aroma incierto de las margaritas. Ya camino por los bosques de Palermo. Hay mucha humedad y los chicos pasan transpirados en bicicleta. Huelo la risa, el jadeo, las conversaciones que se ensayan a la orilla del lago. Tengo sueño. El tipo del carrito me pone una manzana acaramelada en la nariz. “¿Quiere?”, dice. El olor de las manzanas se me vuelve insoportable, me transporta al ’89, cuando mi viejo había perdido el trabajo y siempre comíamos fideos de sémola y las manzanas machucadas que descartaba el verdulero. El césped descolorido huele a nada. Hipotetizo: creo que ya no la amo, me importa poco lo del ex, que se la aguante él. Mi sobrina me pregunta a que sabe la vida. Mi sobrina hace preguntas imposibles. Le respondo: a helado de frutilla y dulce de leche. La contestación le satisface tanto que me pide diez pesos para un helado. Por el oeste se anuncia el ocaso, todo se vuelve tenue y huidizo por aquel sector y los deportista se sacan sus abrigos y las abuelas toman café con leche. Los aromas se transforman, lo invaden todo aprovechando las sombras que se alargan. Camino por la avenida y siento el café expreso y el humo blanco que despiden los autos. Hace frío y el frío congela narices. El que deja debe tener las cosas más en claro, me digo –uno siempre se está diciendo cosas, me digo que me digo-.

Vuelvo al departamento. Estoy solo. Ya poco queda de sus olores, que eran su presencia en la mía y sólo como un recuerdo me queda el boleto, el riachuelo, el asiento, la mujer, el humo, el viento, el saquito rojo, las margaritas, las transpiración, la risa, el jadeo, las manzanas, el césped, el helado, el café.

 

contemplación

Miró.

La mano en la barbilla –era, si, en la barbilla, la mano, una marca, una especie de entrada a ese mundo–, las cejas arqueadas, los ojos que escrutaban la superficie de pinceladas de acrílico. Las líneas formaban una figura; un sombrero; debajo, un rostro; en su interior, una expresión; luego, un cuerpo que se esfumaba poco a poco y se unía, en imperceptible amalgama, con el fondo: un frondoso bosque, espeso, de hierba, yuyos, pequeños arbustos traídos del mediterráneo; en los vértices superiores, el cielo celeste que se perdía en un frío blanco.

Observó largo rato.

La mano, la barbilla, los ojos, las cejas. El acrílico era, ya, como un mar embravecido; cada pincelada era un golpe furioso, una declaración del falsificador, del artista que jamás será reconocido, del hombre oculto.

Sus ojos captaron lo apócrifo.

Ahora, en sus bolsillos, las manos. Su boca lanzó un enunciado: “El cuadro está en perfecto estado. Puede estar seguro de la legitimidad de su adquisición”.

La mirada dura.

Sus manos estrecharon las de la señora.

Salió.

Contempló el cielo.

Sus manos, sudadas, palparon los billetes. Ensayó una mueca, quizás una sonrisa.

Después, se perdió para siempre en los confines de esas construcciones contemporáneas que los algunos llaman urbes.  

la vida al pasar


Barremos bajo la puerta lo mejor de los sentidos: la luz amarillenta de la lámpara, lo que ha quedado del atardecer, ciertas sonrisas que contemplábamos hasta ayer. Quedan los humos de los cigarrillos, una metáfora del tiempo que ayer fue hombre, sobres de cartas vacíos. 
Después nos sentamos en la puerta de nosotros mismos. Nos vemos pasar como quien se toma el último vasito de la fiesta. Al principio no nos reconocemos, pero luego de un rato, fingiéndonos otro, nos preguntamos cómo andamos y que era de la manía de dibujar tipitos de mirada triste en los umbrales de los bares del centro. Qué era de la chica esa que le inventaba alas a las personas y decía que todos se habían ido a otra parte. 
Y ahora sentimos el aroma que hemos sido y dejamos entrar la noche por todas partes y somos alegres y tristes a todas horas.  

alimentos terrestres


Caminó por las calles del centro -con ese torbellino de ideas que solía acosarlo-. Luego fue a parar a algún bar de Corrientes. Se topó con los desconocidos de siempre, las barras de amigos, el tipo que nunca se había ido, la colección de artificios de algún escritor podría producir esa fauna. Papel y lápiz. Hiló palabras, ciertos puntos, descompuso imágenes, como cuando juntaba flores rotas en jardines secretos.

contemplación


Estábamos, todos, nosotros, en el contemplar, en esa visión, fugaz, hipnótica, como el humo del cigarrillo, de ese atardecer veraniego.

Manitos de lluvia.


por celeste eme y juan de

Abrir una caja de cigarrillos es abrir un hombre de sombrero, una mujer de manos blancas que espera en una esquina desierta al hombre de sombrero, que camina por la calles de su barrio, fumando al paso, sabiendo que es una oscuridad de si mismo, pensado que sus pies son ridículos. Mientras que tararea melodías apáticas. Abrir una caja de cigarrillos es cerrar un lucero. Un poco como colorear sus ojos, sus manos firmes, sus calles que se oían de tiempos viejos, de candelabros que ya no alumbraban más que cuerpos que se proyectaban en la historia. Inclinó la cabeza, acomodó el sombrero y pudo contemplar su espectáculo.

Salgo a fumar, el trabajo es tranquilo, estoy solo, puedo hacer las maletas y dar una vuelta, aunque mi cuerpo siga fijo en lo que fue una maquina de escribir. Entonces salgo, ahora si llevo mi cuerpo, porque mi cuerpo durante ocho horas le pertenece a los deberes pagos. Pero salgo, hay una llovizna pegajosa que son como pequeñas manitos mojando mi cuerpo, prendo un cigarrillo largo y hundo mis ojos en los barcos también mojados, también llenos de esas manitos invisibles. Entro tan solo para confirmar que mis ojos siguen mojados, y mi cigarrillo aplastado en el suelo, por mis pies ridículos; salgo a fumar, salgo, la llovizna en la cara, ya no amanece más por aquí, la bruma se lo ha llevado todo en los últimos años. Encuentro poetas muertos en la rivera, amarrados a pinturas de Berni, con pescados figurados. Llovizna, rostro, el río inmenso en las pupilas de la muchacha pálida.

Ahí voy y nada más. Abrir un paquete de cigarrillo es irme, sabiendo que el reloj marcara las 15 horas y estaré ahí, mañana, pasado y así los días. Y así los meses. Abrir un paquete de cigarrillos es cerrar los ojos y ver a la mujer en la esquina, fumando, con sombrero y esas manitos de lluvia tocando su pelo.

había



por juan de y celeste eme

Había animales invisibles en sus ojos, en la pupila latía la sombra azul de un viejo caballo, en sus párpados, una mancha semejaba un tigre; la boca ardía de amarillos pingüinos que corrían por escaleras viudas. Su geografía, su mundo, él como receptáculo mudo de formas que anidaba como cuerpos, como todos otros que se escabullían de la mirada ajena, de esa cosa que robaba, y su corazón es una licuadora de mares obscenos, crepusculares mares de botellas sin pergaminos.

Sus vestiduras inexistentes y asimétricas, las marcas del tiempo que expresaba cierta lentitud del mundo; la suma de seres, sólo al final, formó una clase de animal. Pero era un hombre muerto en si misma.

El encuentro

por juan de y celeste eme

Atardecer. Caminó al azar por unas cuadras, sin embargo el mapa que descansaba en forma de bollo en el bolsillo derecho indicaba una dirección; la dirección un destino, el destino, ciertos acontecimientos –cadenas de hechos gustaba decir– que al presionar el timbre se desencadenarían. Espero intensos minutos desojados. Abrió la pequeña puerta con forma niño, y en sus adentros una pequeña caja gris. La leyenda sobre la diminuta caja rezaba ¨Aquí la mas prolongada verdad¨. Puso la pequeña caja en sus manos frías. Fue hacia el subte y bajó en la estación Cortázar. Allí esperaba ella. “El pergamino por la caja”, dijo. Los objetos cambiaron de manos. “Es hermosa” pensó y se perdió por las calles de San Telmo. Ahora sabría el secreto. Las palabras se abrirían como un cofre, pero el miedo era la canción en sus noches saladas, de compañía solitaria, y palabras zurcidas por viejas memorias. Lo revelado haría, pensó, que todo perdería un poco de sentido. Todas las búsquedas serían ya, vanas, estériles. ¿Cómo deshacerse del pergamino? Era la misma pregunta que como deshacerse de uno mismo, de los días escritos y borrados. La prolongada verdad es un pequeño vacio eterno que llevamos entre las manos.