Perdón por la melancolía (o cómo retornar al Sujeto)


Por Juan Di Loreto

1.

Vivimos en una época profundamente melancólica. Acosada por la nostalgia de algo que se ha perdido, en lo que ya no podemos creer pero que, en secreto, anhelamos. Nos referimos a esa seguridad, a ese punto fijo –ese “centro ausente” que nombra Slavoj Zizek– al cual remitir nuestras prácticas y nuestros pensamientos: el Sujeto, esa posición, ese lugar, ese significante que ha sido –en forma sucesiva– “llenado” de diversos significados en la historia de la filosofía.

En un mundo impotente y condenado al escepticismo filosófico, la liquidación del Sujeto ha vuelto a los hombres más absurdos e infundados que nunca. Se podrá objetar que, sostener a ese Sujeto, era también una quimera, un simulacro inútil, propio de aquellos que no pueden pensar la diferencia y eligen algún tipo de “esencialismo”. Pero la deconstrucción[1] del Sujeto supuso (casi, en forma parcial, pero profunda) la destrucción de la Política y el enfrentamiento con el vacío. Porque esta pérdida (del Sujeto) que añoramos forma parte de una derrota política sin precedentes.[2] Luego de la debacle inevitable de los socialismos reales, de la caída del muro de Berlín (como momento de “condensación”, para decirlo althusserianamente), y el ataque sistemático y simultáneo a la idea de Sujeto desde diversas disciplinas y pensadores: Lacan desde el psicoanálisis, Levi Strauss desde la antropología estructural, Althusser desde el marxismo, Foucault desde… desde Foucault.

Si queremos fechar el último acto del Sujeto en nuestra época, tenemos que situarnos a mediados de abril de 1980. En esa época moría Jean-Paul Sartre, ese “pensador del siglo XIX” como diría Foucault, en París.

Muerto Sartre, el Sujeto –ahora devenido en Subjetividad o posiciones de sujeto según los dispositivos por lo que sea construido– quedó a merced de la voracidad de los estructuralistas, postestructuralistas y postmodernos. Y con la partida de Sartre se iba también cualquier aspiración de libertad y práctica política. El lugar de la alternativa al sistema basado en la acumulación (y concentración) del capital y la explotación del hombre quedaba vacío.

Cómo pudimos borrar el horizonte, parafraseando al “loco” nietzscheano de La Gaya Ciencia; cómo pudimos vaciar el mar. Luego de la muerte del Sujeto[3] sólo espera una “nada”, un hueco que llenamos con el consumo de productos, los teléfonos móviles, la droga barata y la de diseño, el arte despolitizado y sin sentido, los papers académicos, la violencia televisada y televisiva.

2.

Reconstituir al Sujeto, situarlo “ahí”, no es tarea fácil. Si bien no se pueden obviar las críticas de pensadores como Foucault o Heidegger, respecto de la concepción de un Sujeto exclusivo de la dimensión gnoseológica, concebido como “máquina cognoscente”, no podemos desde este lugar renunciar a proponer un “nuevo armado subjetivo” para pensar un mundo que fluye.

Pero en ese fluir hay algo que permanece. Por un lado, la pobre condición de hombres; ser finito y limitado, pero infinitamente destructor (si, no somos “almas bellas”), al menos en este sistema de vida capitalista. Por otro lado, su falta de libertad o, dicho de otro modo, su explotación (física y psíquica) y su exclusiva subjetivación como “hombre económico”; fabricación (neo)liberal con foco en lo individual, la competencia y los valores que nos ha legado el “darwinismo social”.


[1] Parece que la única tarea que le ha quedado a la filosofía es la deconstrucción; como ya no puede actuar políticamente, su premio consuelo (su “necesidad hecha virtud”) es perderse en el magma infinito de los discursos sociales, tarea muy loable por cierto, pero, a todas las luces, insuficiente.

[2] Retroceso de las izquierdas en el mundo y el giro neoliberal que tuvo su punto culmine en los años ´90.

[3] Pero el Sujeto, mal que mal, nunca termina de morir, de destruirse.

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