Plaza España


La salamandra está prendida, de fondo se escucha el murmullo de la radio y sobre el mostrador hay un mate recién cebado. Como muchas historias que cuenta mi viejo transcurren en la Plaza España. Toda su familia vivía enfrente. Una puerta verde daba paso a un largo pasillo, y allí estaba la casa. Patio grande, buenas plantas, gallinero. 

Como todo escenario, la Plaza tenía sus personajes. El viejo Castelli, que era inspector, siempre los perseguía cuando se mandaban alguna. El petiso Mayo, que era el sereno de la Ford Guillamón, cruzaba la plaza con los bolsillos llenos de toscas porque mi viejo y los amigos le gritaban cosas. Otro al que volvían loco era al viejo Pata Corta, siempre revoleando el bastón. Al viejo Troyano nunca le dejaban dormir la siesta. Le tiraban medios ladrillos arriba del techo, le robaban del gallinero con el "caza huevo", como lo había bautizado Colombo.    

Después estaban los placeros. Torval Johansen, muy mentiroso. Pero uno de los más recordados era Tricidad Cardozo. Decía que sabía de electricidad, pero eran macaneos. El gordo Aprea, que de eso sabía, le hacía puente en unas viejas columnas de cemento bajitas. Juntaba los cables y de un fogonazo dejaba sin luz toda la plaza. Y Tricidad se enloquecía. "Son las parejas", decía. "Cortan la luz pa `apretar, pa `chapar". Salía con mi viejo y Aprea a encarar a los que andaban noviando. Se les paraba enfrente, manos en jarra en la cintura y decía: "Los amores, al arroyo; el malevaje, a la jaula". 

La plaza era un patio más para mi viejo. Parte de su vida está ahí. Hasta escondía los puchos para que el padre no se los descubra. En una época la llegué a frecuentar bastante. Iba con algunos amigos a jugar y, con los años, a charlar y fumar cigarros. Mi primera novia vivía en diagonal a la plaza, así que a veces la esperaba ahí. 

Pero volvamos al Flaco Di Loreto. Lo estoy viendo, de chico, cara de pícaro, preparando los autitos para las grandes carreras que se armaban con todos los amigos del barrio. Todo transcurre rápido. Tanto jugaban al fútbol que no dejaban crecer el pasto. "Marquen al pelao", gritaban. Ahí iba, el Puma - como le decían - a cabecear la última pelota. Allí comenzó todo.

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