contemplación

Miró.

La mano en la barbilla –era, si, en la barbilla, la mano, una marca, una especie de entrada a ese mundo–, las cejas arqueadas, los ojos que escrutaban la superficie de pinceladas de acrílico. Las líneas formaban una figura; un sombrero; debajo, un rostro; en su interior, una expresión; luego, un cuerpo que se esfumaba poco a poco y se unía, en imperceptible amalgama, con el fondo: un frondoso bosque, espeso, de hierba, yuyos, pequeños arbustos traídos del mediterráneo; en los vértices superiores, el cielo celeste que se perdía en un frío blanco.

Observó largo rato.

La mano, la barbilla, los ojos, las cejas. El acrílico era, ya, como un mar embravecido; cada pincelada era un golpe furioso, una declaración del falsificador, del artista que jamás será reconocido, del hombre oculto.

Sus ojos captaron lo apócrifo.

Ahora, en sus bolsillos, las manos. Su boca lanzó un enunciado: “El cuadro está en perfecto estado. Puede estar seguro de la legitimidad de su adquisición”.

La mirada dura.

Sus manos estrecharon las de la señora.

Salió.

Contempló el cielo.

Sus manos, sudadas, palparon los billetes. Ensayó una mueca, quizás una sonrisa.

Después, se perdió para siempre en los confines de esas construcciones contemporáneas que los algunos llaman urbes.  

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Esto es una señal.
A ver...

La chica del andén.

Anónimo dijo...

Pero ¿¡Quien sos?!

Me desarmás.
Manos arriba.
Esto fue un asalto.

Gracias.

La chica del andén.