Escribir en un bar avejentado a la hora del ocaso, contra la ventana, cuando las sombras van cubriendo poco a poco las veredas soleadas; mirar pasar la gente cuando uno anda triste y el mundo le parece un lugar ajeno; caminar gratuitamente, como sino hubiera rumbo ni puerto de llegada; admirar las parejas besarse; imaginar relatos truncos, donde la chica siempre se termina yendo con otro, que nunca es uno; mirar Sweet and Lowdown, leer a Kierkegaad, escuchar “Plegaria para un niño dormido”.
Los ejercicios de la melancolía
Escribir en un bar avejentado a la hora del ocaso, contra la ventana, cuando las sombras van cubriendo poco a poco las veredas soleadas; mirar pasar la gente cuando uno anda triste y el mundo le parece un lugar ajeno; caminar gratuitamente, como sino hubiera rumbo ni puerto de llegada; admirar las parejas besarse; imaginar relatos truncos, donde la chica siempre se termina yendo con otro, que nunca es uno; mirar Sweet and Lowdown, leer a Kierkegaad, escuchar “Plegaria para un niño dormido”.
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