
ahora que estamos más solos,
ahora que los amigos se viven yendo a otros lados,
y ahora, que es instante,
y no está más
"De un hombre que cabecea, entonces, ¿qué se puede esperar? Nada como no sea una hilera de fragmentos, espesos, en brutos. Que el mundo resplandezca en ellos, si uno de los modos del mundos es el resplandor" (Juan José Saer, "Carta a la vidente").
En vida construyó médanos de sal y faros con luciérnagas. En invierno iba a visitar a los Payasos Tristes, y volvía con bolsas de caramelos y versos que lo hacían llorar en el colectivo. Conoció el amor y sus costumbres: las miradas, las cartas de amor eterno, los desencuentros, los besos robados en las calles oscuras.
Hoy sólo recuerda, cuenta exageradas historias de juventud y visita los sueños de propios y extraños.
El hombre emprende nuevo viaje, es el movimiento su fin, es el destino su norte; a pesar de que sabe que no hay fines ni destinos y que siempre nos estamos yendo a otra parte (somos nuestra forma de huir). Sin embargo los inventa, se justifica un poco en un mundo de dioses muertos y de seres absurdos. Los recuerdos del viaje van en postales, cartas, escritos de circunstancia. Su nombre es el de cualquiera, su patria es la infancia, su presente la inmensa soledad.
Era un hombre de la noche, que caminaba por callecitas solitarias y leía en la barra de los bares del centro. Llevaba el ceño fruncido y un cigarrillo negro colgando de su boca; ésa era la máscara que había construido durante años.
Desengañado y huraño, sólo supo cosechar amores turbios y huidizos. Una rubia platino, una traición y la irremediable resignación de un amor imposible.
Siempre al borde del cinismo, siempre al borde de cierto romanticismo, Marlowe no puede dejar de buscar causas perdidas, como los amores, como el destino de los hombres buenos.
Se encontraban al borde la noche. Se amaban, se viajaban, se disfrutaban con sus formas. Luego hubo una ruptura. Quizás él se fue. Ella lloró por las noches, leyó poesía barata, revisitó viejas comedias románticas.
Se encontraron en septiembre, él llevaba la mirada cansada, ella pedía gritos besos por las noches. Caminaron lo suficiente para ponerse al día.
Al alba, se prometieron amor eterno.
Nunca más se volvieron a ver desde aquella vez.
El Sr. Marlowe llegó temprano aquel día al bar del fondo de la calle. Era esa rubia de nuevo, según dijo. Tomó un whisky con soda y leyó el diario del día. Después se fue a sentar contra una de las ventanas y allí pasó largo rato fumando y tomando una copa de vino. Creo que leía un pequeño libro de poesía, quizás era de Pessoa o de Vallejo.
Salió del bar cerca de la medianoche, cuando las calles estaban humedecidas, las alcantarillas respiraban vapor y los hombres de la calle intentaban conciliar el sueño.
Si hubiesen visto la manera que tenía de besar por las noches. Se dejaba abrazar en las reconciliaciones e interpretaba canciones que desconocía.
Aprendió a llorar una tarde en una plaza de las afueras. Un muchacho que había querido la abandonaba sin mucho pesar.
A lo lejos, en la calle, improvisa un verso triste; es de noche, pero nadie percibe la importancia cósmica de este hecho; de que ese hombre, a lo lejos, improvisa un verso triste; también silba bajo, extraña mucho y compra postales porteñas que arrumba en cajones de madera; improvisa un verso en la calle, todos ignoran este hecho o, piensa el hombre, disimulan para no quebrantar el orden de lo establecido.
Y así sigue la vida, uno pasa, como de costumbre, ojea los libros en Corrientes, entra al bar aquel a tomar un café con leche con medialunas y se va caminando por alguna callecita mientras cae otro atardecer en el mundo.